El señor del balcón ...


Todavía recuerdo a aquel hombre sin nombre de mi ciudad. Esperaba cada día que unos pasos vigorosos sonaran frente a su terraza. Siempre a la misma hora, con ese sonido uniforme y corto producido por unos zapatos de altísimos tacones que marcaban un caminar ligero. Era durante ese pequeño intervalo de tiempo de apenas unos minutos cuando abandonaba cualquier quehacer y todo se paraba a su alrededor. En ese instante el planeta giraba solo por y para ella.

El hombre se asomaba al balcón con cara de estar muy interesado por el estado de los geranios que su esposa llevaba plantando durante muchos años en ese rincón. Regaba las plantas y las movía de lugar, aparentando una gran preocupación porque el sol las bañara con su luz a todas por igual. También arrancaba las hojas secas de las clavelinas, hablaba con las azaleas …

Pero, en realidad, no disfrutaba con el arte de la jardinería. Las margaritas, los pensamientos o la olorosa albahaca le traían sin cuidado. Eran tan sólo una excusa para poder observar, con más detenimiento, el movimiento de su cuerpo, de su melena ondulada bailando al compás de cada zancada y desear que, tal vez, ese día le dedicase una mirada, aunque fuera muy fugaz.

Aquella mañana de primeros de mayo tenía algo de mágica. Todo parecía estar tocado por una belleza especial: el sol brillaba con más fuerza, las plantas estaban más bellas que nunca presentando toda una gama de verdes en sus hojas, así como un arco-iris de colores en las flores que colgaban del balcón. Hasta su mujer canturreaba desde el salón mientras hacía las labores domésticas.

-¡¡Ya viene!! - se dijo para sí, y su corazón se puso a galopar, nervioso, queriendo salir de su pecho. Realizó el ritual de cada día.

Pero en aquella ocasión prestó una atención especial a la flor más grande y perfumada de su pequeño jardín particular. Un rosal enorme y precioso que tenía en una esquinita de su balcón.

- Ya se acerca- pensó, y un suspiro seco se escapó de sus labios. Sin darse cuenta, una rosa cayó al suelo de la calle mientras arreglaba el rosal y fue a parar a los pies de la muchacha. De pronto se hizo el silencio por unos segundos. El familiar taconeo dejó de repicar en el pavimento y se oyó un "Gracias señor, la rosa es la flor que más me gusta".

¡¡ Se había parado bajo su balcón y le había hablado!!! ... No se atrevió a mirarla; así que nunca pudo saber si la joven le dedicó esa mirada tan esperada, aunque intuía que sí. Pero había oído su voz, tan femenina, tan dulce, dándole las gracias: "Qué más puede pedir un anciano como yo", pensó.

Se sintió muy orgulloso, muy importante, porque la joven le había dedicado un minuto de atención. Y fue a partir de aquella mañana cuando el pequeño rosal pasó a formar parte del lugar más importante del balcón y el objetivo prioritario de sus desvelos.

Aquella primavera el balcón se llenó de rosas que realizaron el mismo vuelo de las manos del viejo jardinero a los pies, siempre calzados con altos zapatos de tacón, de la muchacha. El rosal, agradecido por los cuidados recibidos, regaló al hombre muchas flores hasta bien entrado el verano. Y el hombre, cada vez que la muchacha de los altísimos tacones pasaba, le regalaba una rosa desde su balcón...

Hoy es un día gris de finales del invierno. La joven sigue recorriendo el mismo camino, a la misma hora, con ese paso inconfundible y calzada con los inmensos zapatos de tacón. Sabe que ya no encontrará más flores a sus pies cuando la nueva primavera llegue. A pesar de todo, una leve sonrisa aflorará en su cara y tal vez susurre un "Gracias por tus rosas" mientras sus ojos, involuntariamente, se desvíen hacía un balcón, ahora vacío.

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